Entre las muchas imágenes que se comparten por las redes sociales, hace poco me llamó poderosamente la atención una, la que adjunto a continuación. Por grosera y cruda que pueda resultar la imagen, o mejor dicho, la confrontación de dos imágenes, representa de manera fulgurante una de las grandes paradojas sobre “la guerra contra las drogas”. Ya se sabe, el poder que tienen muchas imágenes de transmitir una idea de manera más inmediata que si se tuviera que explicar con palabras.
A primera vista, se podría pensar que lo que trato de hacer aquí con esta imagen es un alegato fuerte a favor de la legalización de las drogas. Antes de tal cosa, debo dejar claro que no se trata de contestar a la pregunta ¿a favor de las drogas?, para la que mi respuesta es rotundamente NO, se trata más bien de reflexionar la respuesta que daríamos a ¿a favor de la legalización de las drogas?
Antes de contestar esta compleja pregunta —tabú en los círculos políticos, y controvertida en casi todos los lugares del espectro social donde se debate—, es adecuado tomar la actitud foucaltiana de intentar desvelar los intereses y el poder oculto de las prácticas discursivas mantenidas. Si entendemos por adicción, según la American Psychiatric Association, como «un patrón mal adaptado de abuso de una sustancia que produce trastornos o dificultades físicas importantes», podemos deducir que las dos imágenes que se confrontan arriba, ambas representan casos de adicción; la primera, adicción a la comida y al alcohol; la segunda, adicción a una droga determinada considerada ilegal. Valga la redundancia aquí, si nos atenemos a la ambigua definición que la Organización Mundial de la Salud ofrece de la droga: «toda sustancia que, introducida en el organismo por cualquier vía de administración, puede alterar de algún modo el sistema nervioso central del individuo que las consume», sería obvio que en la primera imagen estaríamos también ante un caso de adicción a las drogas. Y es precisamente el dilema de la definición de droga, qué sustancia se considera droga y cuál no, lo que está en el núcleo de la paradoja que aquí se presenta, y que nos hace preguntarnos: ¿por qué se criminalizan unas adicciones y otras no?, ¿por qué unas drogas se consideran legales y otras ilegales?, ¿cuál es el criterio que normaliza como delito al consumo de unas sustancias y otras no?.
Para expresarlo de otro modo, podemos seguir la distinción que hace Marc Caellas (2010: 167-168) entre vicio y crimen. El vicio es un acto por el que un individuo se daña a sí mismo. El crimen es aquel acto por el que un individuo daña a otro u otros individuos. Hay cierta tendencia a confundir deliberadamente ambos conceptos, y se justifican políticas sociales basadas en premisas falsas. Es un inmenso error tratar la adicción como un delito y no como lo que es, un problema de salud pública, como puede serlo la obesidad (adicción a la comida), la ludopatía (adicción al juego) o el alcoholismo (adicción al alcohol). En su texto, Caellas cita oportunamente a Lynsander Spooner (1875):
Nadie practica nunca un vicio con… intención criminal. Practica su vicio únicamente para su propio deleite, y no por mala voluntad hacia otros. Salvo que las leyes plasmen y reconozcan esta clara distinción entre vicios y crímenes, no podrán darse en la tierra cosas como derecho individual, libertad o propiedad; ni cosas como el derecho de un hombre al control de su propia persona y propiedad, ni los correspondientes y coequivalentes derechos de otro hombre al control de su propia persona y libertad.
Como digo, antes de dar una respuesta inmediata condicionada por los imperativos morales que tengamos asumidos cada uno sobre la conveniencia de prohibir, o no, las drogas, es necesario reflexionar más en profundidad el problema de las drogas, el porqué de su criminalización. Es necesario escuchar otros muchos discursos diferentes al dominante que permanece ocultos. En definitiva, antes de sancionar sin más, es necesario intentar ver y analizar todas las caras del problema. Porque el problema de las drogas no es un objeto de estudio que tenga forma plana, sino que es caleidoscópico, es mucho más complejo y requiere metapuntos de vista para poder discernir con menos posibilidad de error. Ya nos dice Edgar Morin (2001: 44-45):
Debemos saber que la búsqueda de la verdad requiere de la búsqueda y la elaboración de metapuntos de vista que permitan la reflexibilidad, que conlleven sobre todo la integración del observador-conceptualizador en la observación-concepción y la ecologización de la observación-concepción en el contexto mental y cultural que le es propio.
El discurso dominante sobre cualquier problemática social —en este caso, las drogas− suele caracterizarse por la adhesión de las mayorías. Es la visión consensual del mundo del paradigma positivista; es decir, se insiste en que hay un consenso en la sociedad sobre una única realidad donde los conflictos fundamentales de valores e intereses son aplastados por el discurso hegemónico. Pensado así, el drogodependiente es víctima de una conducta desviada causada por una socialización insuficiente. «De un plumazo, se eliminan las cuestiones éticas respecto del orden actual y de la reacción contra el desviado, y la tarea humanitaria del experto se convierte en reintegrar al hereje al rebaño consensual» (Taylor; Walton y Young, 1973: 51). Se genera, entonces, un discurso institucionalizado que criminaliza el consumo de drogas y lo señala como el enemigo público. Las drogas se convierten en el chivo expiatorio que concentra todo tipo de odios y temores, pero a la vez, se desvía la atención de otros riesgos y peligros de nuestro “mundo civilizado”. Por ejemplo, en los discursos analizados sobre “la cruzada antitabaco”, Susana Rodríguez (2011: 309) nos dice: «En un mundo secularizado, la necesidad de distinguir entre el bien y el mal en términos absolutos no sólo persiste, sino que es algo característico de una cultura obsesionada con la seguridad y la higiene. El diablo, entonces, adopta nuevas formas, como la de un peligroso cigarrillo que libera vapores contaminantes».
Insisto, no se trata de desproblematizar el asunto del consumo de drogas, y mucho menos su abuso. Ya he afirmado con Marc Caellas (2010) que la adicción a las drogas debe abordarse como un problema de salud pública antes que como una conducta delictiva. De lo que se trata es descubrir los mecanismos predominantes por el cual se estigmatiza y se fabrican víctimas que condensan lo que se teme y se odia.
Gran parte de este proceso de victimización sobre las adicciones se debe a los grandes medios de comunicación que, al proporcionar actitudes e interpretaciones previamente organizadas, construyen, en gran medida, una mirada determinada acerca de la realidad. Puesto que prácticamente son el único canal de comunicación entre el sistema político y la ciudadanía, resultan instrumentos eficaces para la conservación —o cambio— del orden establecido a través de su repetición —o alteración— de las opiniones y actitudes. Así, la mayor parte del proceso de victimización y estigmatización discurre a través de los discursos propugnados por los medios de comunicación de masas y de la reproducción de estos mismos recursos en el imaginario colectivo de la ciudadanía. Es necesario, entonces, analizar estos discursos e intentar comprender cuáles son los intereses que están detrás de ellos. En este sentido, y como acertadamente nos dice Susana Rodríguez (2011: 18-19) respecto a la estigmatización del hábito de fumar:
… hay que tener en cuenta que las relaciones de poder precisan de la elaboración y circulación de discursos; esto es, el poder produce y transmite efectos de verdad que, a su vez, lo reproducen. Los discursos dominantes procuran ocultar que la realidad no es algo preexistente o descubierto, sino resultado de una construcción social. En relación al tabaco, se pretende imponer un relato acerca de sus usos y efectos, apoyándose en las evidencias científicas, ocultando, al presentar esto como verdadero sin más, que también el discurso científico es una construcción social y acallando otros discursos, que son marginados y desvalorizados. (…) para reformar el comportamiento de la ciudadanía no ha bastado con proporcionar información, sino que se ha recurrido a la deformación para asegurar así un mayor grado de persuasión y legitimar el uso de la fuerza por parte del Estado, que pone en marcha medidas que reducen la libertad de los ciudadanos.
Por ello, los procesos de construcción de poder deben verse desde dos perspectivas: por un lado, pueden adquirir posiciones estructurales de dominación; por otro lado, hay también procesos de resistencia al poder, motivados por intereses y valores excluidos en los programas dominantes (Castells, 2009: 78). Es la segunda perspectiva, precisamente, la que intentamos describir aquí.
En la serie The Wire (HBO, 2002-2008), el problema de las drogas es el tema transversal que recorre las cinco temporadas. “La guerra contra las drogas” no es sólo una lucha entre policías y narcotraficantes, sino que trasciende con importantes consecuencias a otras esferas como la política, la economía, la escuela y la prensa. Según David Simon, el creador de la serie, buena parte de la crítica social que pretende The Wire es una denuncia deliberada de la prohibición de las drogas en EE.UU., «una Guerra de los Treinta Años que figura entre los fracasos más curiosos y globales que se registran en la historia de esta nación» (David Simon, 2009: 21). La serie muestra de manera brillante cómo “la cruzada contra las drogas” en EE.UU. se ha transformado en una brutal represión contra las clases sociales más desfavorecidas en los barrios marginales.
Para Marc Caellas (2010: 165), The Wire traslada a la televisión algunas de las tesis que Thomas Szasz expone en su libro Nuestro derecho a las drogas, a saber:
1. El derecho a mascar o fumar una planta que crece silvestre en la naturaleza, como el cáñamo (marihuana), es previo y más básico que el derecho a votar.
2. Un gobierno limitado, como el de Estados Unidos, carece de legitimidad política para privar a adultos competentes del derecho a utilizar las substancias que elijan, fueren cuales fueren.
3. Las limitaciones al poder del gobierno federal, tal como se establecen en la Constitución, se han visto erosionadas por una profesión médica monopolística que administra un sistema de leyes sobre receta médica que, en efecto, ha retirado del mercado libre muchas de las drogas deseadas por las personas.
4. De aquí que resulte fútil debatir si debe producirse una escalada o una desescalada en la Guerra contra las Drogas, sin primero trabar combate con el complejo mental popular, médico y político sobre el comercio de drogas, generado durante casi un siglo de prohibiciones sobre drogas.
(Thomas Szasz, 2001: 27-28)
Nuestro derecho a las drogas es un ensayo, antes que nada, que trata sobre derechos, responsabilidades y fundamentos generales de las leyes. Antonio Escohotado, traductor y autor del prólogo del libro de Thomas Szasz, nos dice que este ensayo culmina la reflexión iniciada por su obra anterior, Droga y ritual (Szasz, 1990), «Allí puso de relieve hasta qué punto la cruzada antidroga carece de raíz científica, y únicamente resulta inteligible como el específico delirio popular de nuestro tiempo, maquillado como iniciativa terapéutica» (Szasz, 2001: 7).
Arropado del lema de Samuel Butler, de no escribir sólo cuando cree equivocada la opinión de quienes gozan de fe pública, Thomas Szasz escribe sobre nuestras leyes, y sobre nuestra desobediencia a las leyes que conciernen a aquellas substancias que hemos elegido llamar «drogas».
Votar es un acto importante, emblemático de nuestro papel como ciudadanos. Pero comer y beber son actos mucho más importantes. Si se nos diera a escoger entre libertad para elegir qué ingerimos y a qué político votamos, pocos (si alguno hubiere) escogerían esto último. En realidad, ¿por qué sería alguien tan necio como para vender su derecho de primogenitura natural a consumir lo que prefiera a cambio del plato de lentejas de que se le permita registrar su preferencia por un candidato político? Con todo, tal es precisamente el trato que nosotros hemos hecho con nuestro gobierno: más derechos electorales inútiles por menos derechos personales decisivos. El resultado es que consideramos la ficción del autogobierno como un derecho político sagrado y la realidad de la automedicación como una enfermedad maldita.
En 1890 menos de la mitad de los americanos adultos tenían derecho al voto. Desde entonces una clase tras otra de personas previamente inelegibles han visto garantizado su derecho al voto. (…) Durante este período todos nosotros —sin consideración de edad, educación o competencia— hemos sido privados de nuestro derecho a substancias que el gobierno ha decidido llamar «drogas peligrosas». Sin embargo, irónicamente, muchos americanos padecen la creencia —errónea— de que disfrutan ahora de muchos derechos que antes tenían solamente unos pocos (verdad parcial para negros y mujeres), y siguen ignorando por completo los derechos que perdieron. Más aún, habiéndonos habituado ya a vivir en una sociedad que libra una implacable Guerra contra las Drogas, hemos perdido también el vocabulario capaz de hacer inteligibles, y analizar adecuadamente, las consecuencias sociales desastrosas de nuestro propio comportamiento político-económico frente a las drogas. Hipnotizados por los peligros mortales de nuevas enfermedades ficticias, como «dependencia química» y «abuso de substancias», hemos llegado a apartar nuestra atención de los peligros políticos de nuestros esfuerzos totalitario-terapéuticos orientados a la autoprotección colectiva.
¿Dónde radica nuestro «problema con las drogas»? Según Szasz, radica sobre todo en que muchas de las drogas que deseamos son aquellas con las que no podemos comerciar —ni vencer, ni comprar—. «¿Por qué no hacemos estas cosas? —se pregunta Szasz— Porque las drogas que deseamos son literalmente ilegales, constituyendo su posesión un delito (por ejemplo, heroína y marihuana); o porque son médicamente ilegales y requieren la receta de un médico (por ejemplo, esteroides y Valium)».
… hemos tratado de resolver nuestro problema con las drogas prohibiendo las drogas «problema»; encarcelando a las personas que comercian, venden o usan tales drogas; definiendo el uso de tales drogas como enfermedades; y obligando a sus consumidores a ser sometidos a tratamiento (siendo necesaria la coacción porque los consumidores de drogas desean drogas, no tratamiento). Ninguna de estas medidas ha funcionado. Algunos sospechan que tales medidas han agravado el problema. Yo estoy seguro de ello. No había otro remedio, porque nuestro concepto sobre la naturaleza del problema es erróneo, porque nuestros métodos de respuesta son coactivos y porque el lenguaje con que lo tratamos es engañoso. Propongo que comerciar con, vender y usar drogas son acciones, no enfermedades. Las autoridades pueden extremarse en su ilusoria pretensión de que (ab)usar de una droga es una enfermedad, pero seguirá siendo una ilusión.
En suma, el «problema con las drogas», según Szasz, constituye «un complejo grupo de fenómenos interrelacionados, producidos por la tentación, la elección y la responsabilidad personal, combinadas con un conjunto de leyes y políticas sociales que genera nuestra renuencia a encarar este hecho de una manera franca y directa». Casi todo lo que piensan y hacen el gobierno americano, la ley, la medicina, los medios de comunicación y la mayoría del pueblo americano en materia de drogas es un error colosal y costoso.
… si el deseo de leer el Ulises no puede curarse con una pildora anti-Ulises, tampoco puede curarse el deseo de utilizar alcohol, heroína o cualquier otra droga o alimento mediante contradrogas (por ejemplo, Antabuse contra alcohol, metadona contra heroína), o mediante los llamados programas de tratamiento antidroga (que son coacciones enmascaradas como curas).
Sin embargo, Thomas Szasz, contra toda ingenuidad, sabe que la idea de vender cocaína como se venden pepinos es absurda: «mientras nuestras leyes sobre receta médica restrinjan la venta de penicilina». Por tanto, no estamos suficientemente preparados para luchar contra el profundo paternalismo y las peligrosas consecuencias del antimercado de las drogas.
El resultado de nuestra prolongada política proteccionista con respecto a las drogas es que ahora nos resulta imposible relegalizar las drogas; carecemos tanto de la voluntad popular para ello como de la infraestructura política y legal indispensable para respaldar ese acto. Decidimos hace tiempo que es moralmente censurable tratar las drogas como una mercancía (especialmente las drogas derivadas de plantas foráneas). Si estamos satisfechos con este estado del asunto y con sus consecuencias, así sea. Pero creo que deberíamos considerar la posibilidad de que un libre mercado de drogas no sea solamente imaginable en principio sino que —dada la necesaria motivación personal de un pueblo sea justamente tan práctica y beneficiosa como un mercado libre de otros bienes. De acuerdo con ello, apoyo un mercado libre de drogas no porque piense que sea —en este momento, en Estados Unidos— una política práctica, sino porque creo que es un derecho, y porque creo que —a largo plazo, en Estados Unidos— la recta política puede ser también la política práctica.
Thomas Szasz ha ejercido una notable influencia en el filósofo y sociólogo español Antonio Escohotado. Una buena parte de su obra gira en torno al «problema de las drogas». En su libro más conocido, Historia general de las drogas, Escohotado (1989) ha trabajado en una teoría crítica sobre lo que denomina una moderna cruzada contra la droga y propone un modelo de consumo responsable e informado. Escohotado propone no tanto la legalización como la «derogación de la prohibición», pues es ésta la que, a su juicio, genera la adulteración, el envenenamiento, el narcotráfico, el control del individuo y el caos farmacológico.
No es preciso cambiar del día a la noche, pasando de una tolerancia cero a una tolerancia infinita. Caminos graduales, reversibles, diferenciados para tipos diferentes de sustancias y toda especie de medidas prudentes son sin duda aconsejables. Lo esencial es pasar de una política oscurantista a una política de ilustración, guiados por el principio de que saber es poder y de que el destino de los hombres está en el conocimiento.
(Escohotado, 1989)
Podemos decir que la penalización de las drogas no ha resuelto el problema, más bien al contrario, lo ha agravado. Las drogas como problema de salud pública siguen estando ahí (ni el mejor de los proyectos positivistas ha conseguido reintegrar a las ovejas descarriadas), y entre los efectos no deseados está el mencionado aumento de la estigmatización y exclusión del consumidor de drogas. Tras años de prohibición, la ilegalización de las drogas ha venido aparejada de otros tipos de problemas aún más graves, a saber, que como mercancía ilegal ha permitido la emergencia de muchas organizaciones criminales que controlan su tráfico. Esto ha hecho que en la denominada “guerra contra las drogas”, aparte del objetivo higienista de erradicar su consumo, se haya sumado un frente más, erradicar su tráfico y la guerra de bandas por su control. Este segundo frente obliga a la policía a dedicar la mayor parte de su tiempo y recursos a detener a traficantes, en lugar de aplicar estas energías para garantizar la convivencia de la ciudadanía (Caellas, 2010: 169). Pero hay un tercer frente, el de la corrupción de las más altas instituciones a golpe de sobornos o donaciones por las organizaciones criminales. Porque mientras las drogas sigan siendo ilegales hay muchos dinero que va y viene, que hoy es negro (en las esquinas donde se vende) y mañana es blanco (por las donaciones que las organizaciones de narcotraficantes aportan a determinadas campañas políticas, o por la canalización de ese dinero sucio hacia las grandes operaciones inmobiliarias y urbanísticas).
The Wire. representa de manera real los daños colaterales que ha producido (y sigue produciendo) la “cruzada contra las drogas”. En la tercera temporada, el Mayor Howard Colvin, Jefe de Policía del Distrito Oeste de Baltimore, por un lado, presionado por sus superiores (éstos a la vez presionados por el Ayuntamiento) con el objetivo de reducir las estadísticas de homicidios; por otro lado, harto de arrestar a jóvenes traficantes que una y otra vez vuelven a las esquinas para continuar la actividad ilícita, y con el fin de recuperar la dignidad y la seguridad de sus barrios, decide realizar un arriesgado experimento por su cuenta. Designa en su distrito tres zonas libres para la venta y consumo de drogas. Poco a poco, con la promesa de no ser arrestar a nadie, hace que los narcotraficantes se concentren en esos lugares que ellos mismo comienzan a denominar “Hamsterdam”. De esta manera, devuelve la vida -no criminal- a las calles, y reduce el índice de homicidios y otros delitos. Pero cuando se descubre en las altas esferas de la policía y la política, se forma un gran revuelo. El Mayor Colvin se ha chocado contra el muro de lo que se considera políticamente correcto. Aunque Colvin sabía que tarde o temprano tendría que rendir cuentas, intenta ganar el mayor tiempo posible para demostrar que su experimento conseguiría reducir los daños colatarales de la ilegalización de la venta y consumo de drogas en las esquinas, esto es, la reducción de tiroteos por guerras de bandas, la disminuación de homicidios por ajustes de cuentas, y la recuperación de un ambiente más seguro para el resto de la comunidad vecinal. Pero Colvin, en su osado experimento, se olvida que su obsesión por reducir las estadísticas de criminalidad a través de la legalización del consumo y venta de drogas se confunde con la higiene, es decir, desplazar la mierda a otro lugar, creando una artificial sensación de seguridad.
Sin embargo, el alcalde, al principio escandalizado porque un empleado suyo haya legalizado las drogas en varias zonas de la ciudad, no duda luego en valorar «que ese acto moralmente reprobable ha provocado una reducción del 14% de los delitos, ha permitido a los servicios sociales intervenir —cambios de agujas, análisis de sangre in situ, distribución de preservativos— y ha mejorado la calidad de vida de sus ciudadanos al desaparecer la violencia asociada al tráfico. “Debe haber una manera de continuar con esto sin llamarlo por lo que realmente es”, comenta el alcalde a sus asesores. ¿Cómo venderlo? ¿Cómo explicarlo?» (Caellas, 2010: 172). Un político puede y le conviene decir que los delitos han bajado un 14%, pero no puede decir que la causa de ello ha sido la legalización de las drogas en determinadas zonas de la ciudad.
En el siguiente vídeo se puede ver la escena en la que Bubbles, un drogodependiente que no hace daño a nadie, acompañado de su un amigo va a dar una vuelta para buscar chatarra (que luego venderán para poder seguir consumiendo) entre los escombros del desmantelado “Hamsterdam”. Allí Bubbles se encuentra con el Mayor Colvin y mantienen una conversación que nos ofrece una de las mejores lecciones del experimento de “Hamsterdam”: al drogodependiente «no le jodían ni la policía ni los traficantes».
Es precisamente a través del personaje de Bubbles con el que The Wire ofrece otra visión de la realidad del mundo de las drogas, la del consumidor de drogas, la que el paradigma higienista trata como enfermo. El discurso de Bubbles es el que permanece oculto, el que no se sabe. Por ello —como decía más arriba—, antes de dar una respuesta de forma ligera a la pregunta ¿a favor de la legalización de las drogas?, es necesario ponernos en el lugar del consumidor, el elemento central de la problemática; no sólo como víctima de la etiqueta de desviado social, sino como víctima de peores consecuencia que ha traído la guerra institucionalizada contra las drogas.
Otra serie, creada también por David Simon, que puede ser muy práctica para conocer un poco el mundo de las drogas desde dentro, es The Corner (La Esquina). Se trata de una miniserie de la HBO (6 episodios) que narra la vida de una familia de Baltimore, de clase media, hundida en la miseria y en la adicción a la heroína. Dejo la escena introductoria de la serie donde un tipo resume de manera muy sintética cómo es la vida en las esquinas de los barrios más degradados de la ciudad de Baltimore.
Pero esto no sólo ocurre en Baltimore, también podría tratarse de muchas otras ciudades postindustriales de nuestras denominadas sociedades avanzadas. Merece especial atención el dato de que hace treinta años en el estado de Maryland sólo había 5 instituciones penitenciarias, hoy en día existen 28. ¿Qué se ha conseguido hasta ahora en “la guerra contra las drogas”?
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Rubén Crespo 3 de enero de 2013——————————-
Bibliografía
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CASTELLS, Manuel. 2009: Comunicación y poder. Madrid. Alianza.
ESCOHOTADO, Antonio. [1983] 1989: Historia general de las drogas. Alianza.
MORIN, Edgar. [1999] 2001: Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. Madrid. Paidós.
RODRÍGUEZ DÍAZ, Susana. 2011: La cruzada antitabaco vista por los infieles. Málaga, Sepha.
SIMON, David. 2009: “Introducción” en: VV.AA. (2010): The Wire. 10 dosis de la mejor serie de televisión. Madrid. Errata Naruae.
SPOONER, Lynsander. 1875: Vices are not crimes. citado en: Marc Caellas (2010): “Sobre negros, drogas, derechos y libertades” en: VV.AA. 2010: The Wire. 10 dosis de la mejor serie de televisión. Madrid. Errata Naruae.
SZASZ, Thomas. [1975] 1990: Droga y ritual. México. Fondo de Cultura Económica.
SZASZ, Thomas. [1992] 2001: Nuestro derecho a las drogas. Barcelona, Anagrama.
TAYLOR, Ian; Paul WALTON y Jock YOUNG. [1973] 2007: La nueva criminología: contribución a una teoría social de la conducta desviada. 3ª Ed. (Castellano). Buenos Aires. Amorrortu.
2 comentarios
No tengo claro lo que hay que hacer. Pero eso si, en caso de legalizarlas tendría que ser una decisión internacional, de muchos países, no de unos pocos.
En cualquier supuesto, salvaguardando siempre la salud pública. Castigando severamente el dejar tiradas por ahí las jeringuillas, por ejemplo. Y no aceptando el consumo de drogas como un atenuante ante la comisión de un delito. El que decida drogarse debe aceptar todas las posibles responsabilidades de sus actos.