Cisolog

El oficio de sociólogo

Fuente: http://www.circulobellasartes.com

El pasado mes de Diciembre de 2011, durante los días 12, 13 y 14, el CBA (Círculo de Bellas Artes de Madrid) organizó, con la colaboración de la Embajada de Francia, un ciclo de conferencias sobre El oficio del sociólogo. El legado de Pierre Bourdieu que se sumaron al  programa de actividades que el CBA estuvo dedicando el pasado otoño a la realidad social y cultural del Magreb.

Pierre Bourdieu supo combinar la ambición teórica de la sociología clásica con los instrumentos metodológicos sofisticados de las ciencias sociales contemporáneas y el espíritu crítico de la sociología de combate. Sus estudios constituyen uno de los intentos más logrados por cuestionar el hiato entre las tradiciones materialistas y hermeneúticas, no sólo a través de la especulación teórica sino también mediante investigaciones empíricas de gran potencia.

El rigor de Bourdieu nunca le impidió asumir de primera mano la dimensión necesariamente polémica de la sociología y, en especial en sus últimos años de vida, fue una figura destacada de los movimientos alterglobalizadores. Tal vez por eso el legado teórico de Pierre Bourdieu no ha dejado de crecer desde su muerte en 2002. Estas jornadas buscan recuperar y desarrollar algunas de las líneas maestras que ocuparon a Bourdieu, con especial atención a las relaciones interculturales.

José Luis Moreno Pestaña intervino en la última conferencia (14/12/2011) y ha tenido la amabilidad de autorizarnos para publicar en Cisolog el texto de su conferencia Sobre la actualidad del Oficio de sociólogo1, que además publicó en su blog: hexis. filosofía y sociología.

Conferencia en el CBA, 14/12/2011. De izquierda a derecha: Enrique Martín Criado, Mario Domínguez (moderador) y José Luis Moreno Pestaña. Foto: Rubén Crespo

José Luís Moreno Pestaña es profesor de Filosofía en la Universidad de Cádiz, doctor en Filosofía por la Universidad de Granada y titular de una Habilitation à diriger des recherches en Sociología en l’École des hautes études en sciences sociales de París (EHESS). Investiga y publica sobre epistemología de las ciencias sociales, sociología de la filosofía y sociología de la enfermedad mental. Entre sus obras cabe destacar Convirtiéndose en Foucault (Montesinos), Filosofía y sociología en Jesús Ibáñez (Siglo XXI), Moral corporal, trastornos alimentarios y clase social (CIS) y Foucault y la política (Tierradenadie). Es el traductor del libro de Jean-Claude Passeron El razonamiento sociológico. El espacio comparativo de las pruebas históricas (Siglo XXI).

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Sobre la actualidad del Oficio de sociólogo

El oficio de sociólogo (publicado en 1968: en adelante MS), libro emblemático de la sociología francesa de los años 60, concita hoy entusiasmos menguantes. He intentado utilizarlo en cursos de Filosofía de las ciencias sociales en master y la recepción ha sido difícil cuando no hostil. Aunque fue concebido como instrumento didáctico, no muchos estudiantes se encuentran hoy dispuestos a recorrer su introducción (no digo nada ya de su selección de textos de filosofía de la ciencia) y, me atrevería a decir, tampoco demasiados profesionales. El libro resulta demasiado cientificista para el humor postmoderno, demasiado teórico para el positivista; de compleja redacción para muchos estudiantes que lo encuentran alejado de las exigencias cotidianas de su trabajos de redacción académica o, para los que se ganan la vida como sociólogos, de sus informes de investigación. El oficio de sociólogo, que tan lejano se quería, desde su título, de los manuales de filosofía de las ciencias sociales, se ha convertido en otro texto para los aficionados a la epistemología (entre nosotros, Jesús Ibáñez propuso una potente lectura del mismo, quizá la última…); o, al menos, en testimonio de una época donde la filosofía era una condición de entrada en el campo sociológico. Me parece que eso es verdad en España, pero también en Francia, pese a que allí subsisten escuelas que, con mayor o menor énfasis, se reivindican de sus dos autores más famosos.

Pierre Bourdieu nunca renegó del Oficio de sociólogo y, pese a lo que pudiese parecer, tampoco Jean-Claude Passeron. Como he reconstruido la génesis del libro en mi presentación a la edición española del Razonamiento sociológico (Moreno Pestaña, 2011) me abstendré de repetirlo en el marco de esta intervención. Presentaré las razones por las que Passeron reivindica aún, en líneas generales, el manifiesto metodológico firmado con Bourdieu y Jean-Claude Chamboredon y me interrogaré sobre ellas al hilo de la exposición.

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Los dilemas del pluralismo teórico: sobre los enunciados observacionales en sociología

La sociología) carece de un paradigma unificado desde su comienzo como ciencia. Cabría contestar que la sociología haya sido una ciencia (algo que hace, por ejemplo, Paul Veyne en ciertos momentos de su obra) alguna vez o pueda serlo en un futuro mejor. Cada autor clásico (Marx, Weber, Durkheim, y Passeron insiste en incluir a Wilfredo Pareto) ayuda a ver lo que los otros no y, por tanto, no existe, excepto en las conciliaciones escolares, la posibilidad de ocupar a la vez todas las posiciones. Sin embargo, pese a que cada uno defiende teorías de lo social incompatibles entre sí. La lógica y la epistemología de la ciencia que puede derivarse de los clásicos son análogas. Epistemológicamente (MS, 96-97), y pese a que los autores no son conscientes de ello, asumían el principio de Neurath-Quine según el cual existen sistemas del mundo que contienen la misma calidad empírica pero que formulan sistemas teóricos completamente distintos (Moreno Pestaña, 2003). ¿Nos sumerge eso en el relativismo absoluto? No, pero cuando queremos reconstruir cómo funciona productivamente la sociología, o según Passeron las ciencias históricas, nos confronta a un dilema. Podemos elegir no exigir demasiado acerca de cómo generar los conocimientos sociológicos. En ese caso, casi cualquier tipo de trabajo empírico sirve. Su poder para generar teorías sociológicas se revela tan laxo que cualquiera puede ser buena candidata para explicar los datos. Podemos, al contrario, elegir un trabajo empírico con un cierto formato: aquel demandado por un sistema teórico específico. En ese caso, solo nos interesan los enunciados observacionales útiles para nuestra teoría y corremos el riesgo de buscar solo los que la ilustren. En el primer caso, cualquier forma de observar el mundo resulta útil y desde ella cualquier teoría. La sociología se degrada en interpretación caprichosa de hechos recogidos sin método. En el segundo caso, la sociología se convierte en vehículo de ilustración de una teoría que rechaza cualquier modo de recogida de datos que trastoque sus postulados básicos; se degrada, entonces, en una ideología con apariencia científica.

Por lo demás, en el caso de Passeron, se asume que ninguna teoría puede quedar falsado por un experimento definitivo, tal y como Popper propone para demarcar ciencia e ideología. Puede haber ejemplos favorables o contrarios de una teoría pero nunca una información empírica que permita descartarla o validarla. Cuando una teoría resulta productiva se mide según dos ejes. El primer eje nos presenta muchas exigencias de observación. Éstas proporcionan ejemplos que enriquecen la teoría. Este eje, por así decirlo, insufla de riqueza empírica la teoría porque, sin ella, nada nos habría permitido comprender la lógica de ciertas coyunturas histórica. Un eje que tiende a diseminar la teoría científica en una serie de ilustraciones y, evidentemente, toda buena teoría contiene algo más y que se ordena según otro eje. Éste nos permite comparar los ejemplos en función de un marco teórico donde se dice qué resulta relevante y qué no, cómo se construyen los vínculos causalmente significativos dentro de una serie de acontecimientos y, en fin, qué es lo variable y qué lo permanente en cada situación que se compara. Fuerza semántica y coherencia lógica fortalecen este eje: si nos enamoramos de ellas, tendemos al recogimiento teórico y a la articulación interna y nos olvidamos del carácter empírico de la sociología. Si el peligro del primer eje se encuentra en la dispersión etnográfica el del segundo lo está en el acorazamiento doctrinal. Datos sin conceptos abocan a la ceguera y a la sociografía y, en el mejor de los casos, al buen periodismo; en el peor, a la propaganda disfrazada de ciencia. Conceptos sin datos se vacían de lo real y descarrilan el trabajo científico en el filosófico (Passeron, 1994: 101).

¿No es posible pensar en un paradigma que, como en las ciencias monoparadigmáticas, permita el máximo de articulación lógica y de comparación e incentive los ejemplos empíricos, todo a la vez? Sería posible si, y solo si, pudiese definirse, para cada contexto, qué es lo relevante del mismo para la comparación. Pero un contexto no puede ser desmenuzado completamente y, después, convertido en un paquete de variables constantes que podemos comparar con otro contexto donde aparezcan tales variables. Tal es una de las posibilidades que ofrece el razonamiento estadístico. Ahora bien, con éste, si queremos ampliar las comparaciones y producir descripciones ricas, o incluso explicaciones, debemos trabajar con realidades que no pueden superponerse, que no son idénticas entre sí. Ningún paradigma, si queremos comprenderlas bien, puede decirnos, a priori, que es lo que debemos considerar importante en dichas realidades. Los contextos se parecen en ciertos rasgos, en otros, no: tratarlos como si fuesen intercambiables mejora la articulación teórica de un paradigma, pero lo empobrece desde el punto de vista empírico.

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Sociología con filosofía pero sin metafísica: de la construcción controlada de la totalidad a la navaja de Passeron

Pero los caminos de la especulación metafísica son más complicados. Toda teoría sobre el mundo puede darnos claves útiles para comprenderlo. En ese sentido, Bourdieu y Passeron han utilizado abundantemente su cultura filosófica y han mantenido durante todo su periplo una dieta filosófica nutrida. Ya en el Oficio de sociólogo (MS, 85) se reivindican las teorías, incluidas las formuladas por filósofos, por su potencial heurístico, susceptible de proporcionar un programa de observación de la realidad, y por tanto de abrir preguntas de trabajo científico. La filosofía social y no empírica forma pareja epistemológica con el empirisimo cerrado, simbolizando la primera la “audacia sin rigor” y el segundo “el rigor sin audacia” (MS, 100-101). Sintetizar ambos significa reunir lo valioso de dos modalidades del trabajo intelectual. La filosofía propone imágenes del mundo complejas y, de ese modo, permite encontrar un tejido común entre lo que los datos nos presentan disgregado. La tendencia a la totalidad ayuda a situar los datos en esferas de actividad y permite explorar las conexiones entre las diferentes esferas que componen el mundo. El trabajo filosófico permite combatir la atomización de los datos y permite la organización de estos en un conjunto. Hasta aquí el haber, pero el debe de la filosofía siempre ha sido alto para una ciencia empírica y consiste en exacerbar esa tendencia a la totalidad y en perder el control de la misma, en evitarse el trabajo de confrontarse con los datos y comprobar si hay una exclusiva tendencia que rige el conjunto y, en suma, si hay o no un conjunto sincronizado o múltiples (MS, 90). Poco se insistirá en cuanto debe esta perspectiva a Althusser, autor con el que Passeron ha sido mucho más justo. Por otra parte, Bourdieu ha continuado una ambición de la tradición marxista, la de construir una teoría general de los campos, algo a lo que Passeron (1994: 79) considera que debe renunciar la sociología.

El trabajo empírico, por su parte, también hace derrapar a la sociología. Básicamente, porque todo hecho nos sirve según el sistema teórico desde el que juega: gracias a él puede compararse con otros, según un conjunto seleccionado de propiedades. En fin, la tendencia al fragmento incomunica a la sociología en el virtuosismo estadístico y en la descripción morosa de la sociografía (Passeron, 1994: 101). Uno y otra son valiosísimos frente al simple juego de conceptos filosóficos, pero se convierten en obstáculos al ser incapaces de señalar qué información es relevante en su exhibición tabular o, como suele ocurrir en la etnografía, literaria.

Existe una segunda manera de describir el derrape metafísico que pertenece ya a Passeron. Una argumentación resulta metafísica, aunque imite la forma de la argumentación sociológica, cuando el valor de sus argumentos procede de la fidelidad a ciertos textos sagrados, que se convierten, por su poder mágico, en certificado de cuanto se dice. Las teorías empíricas ayudan a ver realidades que no se veían y plantean tareas de investigación que sin ellas nadie se plantearía. Las teorías metafísicas o se restringen a la dieta del ejemplo único (ignorando cuanto la teoría no explica) o se dedican a reescribir en el lenguaje de la teoría lo que otros han descubierto. Se fabrica, entonces, un atavío conceptual impostado para los ejemplos empíricos sin que se comprenda muy bien qué es lo que introducen de novedoso los conceptos en la descripción de los acontecimientos y ni en la organización teórica de los mismos. Un principio de deflación teórica, descrito por Passeron en el Razonamiento sociológico, ayuda a prevenir la fatal seducción de la teoría. Las ciencias galileanas saben cómo excluir la retórica: todo cuando no sea matematizable no entra en su dispositivo de investigación o argumentación (Passeron, 1994: 88). En ciencias sociales, no existe una disposición estandarizada de control de la metafísica. Para nuestra navaja, no de Ockham sino de Passeron, debe razonarse de la siguiente guisa: pregúntense, nos dice, sin rebajamos las galas teóricas de un enunciado, cuanto perdemos (heurística, semántica y empíricamente) por el camino: si no perdemos nada, díganlo sin tanto bombo y habrán escapado a las imposturas de la sinrazón metafísica. En fin, la impostura metafísica alcanza su nivel máximo cuando se apoya en la interpretación caprichosa. En ese caso, el lector no queda embrujado por el carisma teórico de un sistema, sino por el de un sujeto capaz de satisfacer con su estilo nuestras demandas de coherencia ideológica y de identificación o de repulsión estética (dado que buena parte de los prejuicios sólo sirven para confirmarnos en qué desagradable es lo que nos desagrada). Resulta inútil decir cuánto de este sometimiento carismático en la argumentación tiene curso en el prestigio mediático, lo que resulta obvio, sino también en la vida intelectual y, específicamente, en la vida científica.

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Los modelos y la empiria: la construcción del objeto

Pero volvamos a los principios propuestos en el Oficio que, recordemos, permitían un conjunto de teorías sociales divergentes. El primero de los principios, que Passeron llamará principio bachelardiano, señalaba la necesidad de romper con el sentido común a través de la construcción de un modelo de análisis. Gracias a éste, la investigación se permite distanciarse de la presentación cotidiana de la realidad. Qué sea o no un filósofo importante, un ejemplo de una enfermedad mental o un espacio de intercambios democráticos, son realidades todas ellas sobre las que existe un discurso social hegemónico que nunca deja incólume ni al investigador más vigilante. Poco puede exagerarse la importancia de tales prejuicios: la mejor lección, cuando se tocan representaciones útiles a los grupos con poder, la otorga experimentar la turbación que se desencadena cuando uno intenta distanciarse de ellos y producir un discurso sobre el mundo organizado desde un marco de análisis distinto: poquísimos filósofos, psiquiatras o participantes en asambleas se quedan como si nada cuando se les codifica según la profesión, la trayectoria escolar o el marco de discursos dominantes en un periodo y en un entorno intelectual, profesional o político. Tal y como señalaban los autores del Oficio, la ruptura con el sentido común nunca es absoluta y solo quien desconoce la epistemología francesa puede imaginar que entre el sentido común y el proceso de ruptura existe la diferencia entre el pecado y la salvación.

Aunque todo el mundo acepta que cierto sistema de preguntas debe conducir una investigación, la apelación a la conciencia de los actores sirve para cuestionar la existencia de modelos de análisis previos. Una moda reciente, entre postmoderna, populista y humanista, considera que cualquier modelo teórico se encuentra descalificado por ignorar la visión de los individuos y por no describir la realidad con toda su riqueza. En general, suele presentarse esto como una falta moral del investigador, como un síntoma de su suficiencia. El primer pecado (ejecutar descripciones modelizadas) sólo se puede absolver compitiendo con la literatura realista y el segundo (producir descripciones distintas a las que emplean los implicados) transformándose en hagiógrafo de los sujetos. Como puede verse, la idea, compartida por el empirismo más ramplón o por la antropología más enamorada de sus sujetos, de que el sociólogo puede anularse (porque es el espejo de la naturaleza que analiza, o el corazón y el cerebro de aquellos a quienes describe), no ha perdido la influencia que se denunciaba ya en el Oficio (MS, 61). Cabría recordar, sin ser obvio, que sin un modelo de estructura social no se comprenden los factores que se analizan ―sin teoría de la vejez no hay viejos, como decía Pareto (MS, 74-75)― y que solo por medio de analogías (lo que supone definir unidades de comparación y contextos) puede comprenderse a los sujetos. Un modelo nunca pretende copiar la realidad (MS, 81) sino resaltar de la misma ciertos aspectos y ciertos vínculos entre tales aspectos que permiten discernir los principios que organizan los acontecimientos: no sólo porque confirman el modelo, sino también porque, como suele suceder, se alejan de él.

Puede argüirse que los modelos teóricos deben salir de la observación de la realidad. En ocasiones, con esto solo se subraya que la sociología y, sobre todo, la etnografía, recibe muchas vocaciones literarias malogradas. ¿De qué puede servir una conceptualización realizada ad hoc para un exclusivo trabajo de investigación? Una teoría de una exclusiva coyuntura es una novela, mala novela diría Passeron, disfrazada de literatura. En otras ocasiones, la renuncia a toda construcción de objeto sirve lisa y llanamente para congraciarse con el humor dominante, especialmente en aquellas áreas donde el canon dominante se muestra más agresivo. Existen muchas razones sociales para renunciar a la exigencia bachelardiana de ruptura (interpretada siempre de manera tendencial, incompleta y no mística) y muchas también para dudar que la sociología pueda mantener, sin ella, interés como disciplina.

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Razones y racionalizaciones: la ilusión de transparencia

El segundo principio supone la hipótesis de que el sentido objetivo de un acto y el sentido subjetivo no coinciden forzosamente. Según Passeron, fue Pareto, maldito en los círculos de izquierda ―su uso le valió una bronca de Althusser (Moulin y Veyne, 1996: 316)― pero cultivado por Raymond Aron, quien inspiró este principio. Pareto, respecto de las razones y de sus efectos en la realidad, definía cuatro posibilidades. En la primera, se articulan el encadenamiento objetivo y la anticipación del sujeto. Pero ese encadenamiento no tiene la misma consistencia en el ingeniero, en el especulador financiero o en el jefe político, militar o el legislador. Solo el primero disfruta de un saber experimental; los otros tienen un fin único (el legislador pero también los conductores de masas) y, además, en el caso de los últimos, deben establecer claramente una jerarquía entre los diversos valores para tener claro, en cada momento, cuáles privilegiarán en la acción: el especulador, que solo busca el dinero, lo tiene más fácil que quienes pueden buscar el poder, el orden o la expansión, cada uno de los cuales sólo se realiza, en ocasiones, orillando a los demás. Un estratega necesita asumir un pacto consigo mismo y no cambiarlo con el tiempo, para lo cual debe permanecer constante el propio actor. Las condiciones de la acción lógica, nos dice Passeron por medio de Pareto, son todo menos fáciles. Lo que no evita que el supuesto del actor racional o las loas a la racionalidad de los agentes campen por sus respetos ―a veces, lo que resulta más divertido, con intenciones de hegemonía― en la teoría social.

Con tanta celebración de la lucidez, causa a menudo escándalo cuando se describen los actores dentro de cada una de acciones no lógicas. Veámoslas. En primer lugar, y sucede raramente, puede que la acción del actor carezca de racionalidad objetiva o subjetiva. Puede, y eso es más común, que el actor la pretenda con un fin, pero que la acción no lo alcance. Puede también suceder que el actor no establezca ningún fin, pero la acción contribuya a uno. Aquí sucede como en la primera opción de las acciones no lógicas: que los sujetos renuncien razonar es tan difícil como raro. En fin, puede que la acción contenga un fin objetivo pero en la conciencia del actor tuviera un fin distinto. En este último caso como en el anterior cabe preguntarse aún: ¿habría aceptado el actor las consecuencias objetivas de sus acciones de haberlas conocido? Problema fundamental en política, recuerda Passeron, pues se trata, en el cuarto caso, de si el autor hubiera sacrificado sus principios en aras de la responsabilidad ante el efecto no deseado de sus actos.

Cada una de tales posibilidades no define tipos de personas, sino tipos lógicos: lo que significa que cada ser humano puede describirse según un modelo de acción lógica o según varios y que, en ocasiones, se abre el debate de qué tipo de acción utilizar para definir la acción de los actores. El actor maquiavélico: ¿es un manipulador estratégico, es decir, una especie del género definido en la acción lógica? Pero, ¿no es mejor para manipular tener una fe consistente, que permite que lo sigan a uno, aunque el camino lleve a otro fin? Si no se tuviera dicha fe, enseguida pescaríamos al imitador del florentino. Pasaría entonces el actor maquiavélico a la última clase de las acciones no lógicas (una lógica subjetiva que lleva a una objetiva divergente) y dentro de ella a la especie de quienes aceptarían el fin de haberlo conocido. Solo disfrazado de Savonarola tiene éxito un Maquiavelo. Así, los agentes contienen múltiples registros de creencias y reencuentran divididos internamente. Para ser un manipulador debes jugar contigo mismo (condición de que te crean los demás) a ser un alma bella guiada por la ética de la convicción (Passeron, 1995: 38-74).

Passeron resumió posteriormente con Pareto un principio que en el Oficio se expresaba aún con Durkheim, Marx o el psicoanálisis. Jean-Louis Fabiani (1994: 136) ha insistido en que cada una de las teorías sobre la no transparencia no son equivalentes, pero no encuentro que esto toque un principio que permite definir un mínimo común denominador. ¿Tan escandaloso resulta? ¿Asumimos pues que todas las acciones humanas son acciones lógicas? Se trata de un supuesto tan fantástico que cuesta comprender que haya gente que se mofe de la noción de ideología, de inconsciente o de habitus para concentrarse en una modalidad de actor difícil de localizar.

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Sociología sin sociologismo

La tendencia a naturalizar los hechos sociales se dice de dos maneras. La primera, que tiene un éxito recurrente, se apoya en dinámicas transhistóricas y así puede dimitirse del trabajo sociológico. Éste, solo un frívolo o un dogmático podría creerlo, no puede poner a las relaciones sociales en el puesto de mando de cualquier vínculo causal. La propuesta del Oficio, ajena a cualquier humor deconstructivista, consistía en “no abdicar prematuramente del derecho a la explicación sociológica o, en otros términos, no recurrir a un principio de explicación prestado de otra ciencia, ya se trate de la biología o de la psicología, mientras la eficacia de los métodos de explicación propiamente sociológicos no haya sido completamente probada” (MS, 42). Quienes trabajan en sociología de la enfermedad mental o de la salud comprenden la utilidad de esta formulación. Si los sociólogos utilizan lenguajes de otras disciplinas en su trabajo, bien harían en callarse. Si de lo que se trata es de utilizar una teoría sin trabajar con ella los enunciados observacionales ―siempre dependientes de un marco teórico y tecnológico, explicaba Neurath (Moreno Pestaña, 2003)― que le permiten ser una teoría empírica, lo más razonable sería que se dedicara a escribir libros de divulgación de la disciplina venerada.

Cuando uno se frota, aunque sea de lejos, con modelos de explicación naturalista de los acontecimientos humanos (por ejemplo en el área de la salud mental donde buena parte de la literatura científica se inspira en tales paradigmas) y comprueba sus límites (reconocidos principalmente por quienes son verdaderamente competentes), no puede evitar asombrarse del peso que tienen explicaciones naturalistas en las ciencias sociales. ¿Se ha intentado, en serio, producir explicaciones sociológicas incluso en las áreas más proclives a las ciencias de la vida o de la salud? Quienes más animan al sociólogo a seguir no son sus colegas positivistas quienes tuercen el morro (aquí hay un postmoderno, de los que se denuncia en los campus donde yo hago estancias de investigación…) en cuanto alguien les explica que, por ejemplo, aunque la esquizofrenia sea hereditaria, aún queda mucho por decir sociológicamente sobre ella. No, lo animan más los verdaderos implicados en esas áreas (hablo de médicos o psiquiatras…) que encuentran en una sociología que trabaja desde sus reglas de argumentación, desde la modestia de sus artesanales técnicas (sí, sí: ¡cualitativas!) y sus tradiciones teóricas, mucha luz sobre procesos complejos. Para eso hay que conocer las reglas de argumentación de la sociología y sus tradiciones teóricas y eso, parece, es mucho pedir.

Los datos del sociólogo versan sobre fragmentos del mundo histórico y solo desde coordinadas históricas podemos razonar sobre ellos. Tras las aportaciones de J. R. Searle (La construcción de la realidad social) o de Ian Hacking (¿La construcción social de qué?) debe quedar claro cuánto trabajo de descripción sociológica queda por hacer antes de importar descripciones de datos producidos en áreas como la de la psiquiatría y la psicología experimental Ambas, por lo demás, son muy respetables: el desconocimiento de los recursos analíticos de la tradición sociológica o la obsesión por tener un principio mágico que colme nuestras lagunas, bastante menos (Passeron, 1994: 111-112). Y mucho de eso, pereza disfrazada de pomposidad intelectual, se encuentra uno en las referencias naturalistas. Una argumentación científica, fuera de su región tecnológica y argumentativa, se convierte en una metafísica que no convence por su poder de descripción, sino por el prestigio de la disciplina desde la que se importa.

Pero, siendo importante (por razones de moda, de colonialismo cultural o de conservadurismo ideológico enmascarado), la tendencia a perseguir leyes ahistóricas del comportamiento humano puede resultar más insidiosa. Dejemos de lado los siempre socorridísimos tranquillos filosóficos. Una lista rápida: la interdisciplinariedad que relaciona todo con todo, la voluntad o las relaciones de poder, las determinaciones en última instancia: nada se dice de la penúltima y la antepenúltima… Por no hablar ya de la sociedad del espectáculo, de la dialéctica de la ilustración o de la potencia de la multitud). Semejantes escapatorias del trabajo empírico fueron ridiculizadas por Max Weber (2008: 46) cuando desmontaba que la auri sacra fames (Passeron pone el ejemplo a menudo) permitiese explicar el capitalismo: lo que está por todos lados no explica lo que tiene fecha y lugar. Además de esto, y es lo más problemático, existe una tendencia en toda construcción intelectual potente, también la surgida de la investigación sociológica, a perpetuarse en teorías para todo el mundo social habido y por haber. La tendencia marxiana a perseguir leyes de la historia o de formas elementales de los acontecimientos prevalece en teorías sociológicas tan poderosamente empíricas como la de Randall Collins ―que por todos lados coloca rituales de interacción (Moreno Pestaña, 2010: 123-128)― o, según Jean-Louis Fabiani (1994: 139-140) es una tentación de la una teoría general de los campos en Bourdieu.

Contra esta tendencia Passeron ha propuesto añadir un cuarto principio: la conciencia de que todo enunciado empírico tiene un sentido teórico infradeterminado. Passeron llamó a este principio franciscano (junto al bachelardiano, el durkheimiano y el weberiano). El principio es simpático pero quizá sobra porque la pobreza teórica sabemos que es una característica de todo lenguaje teórico, también en las ciencias monoparadigmáticas, desde que nos lo aclaró Otto Neurath (Moreno Pestaña, 2003). La epistemología popperiana, que Passeron reserva para las ciencias de la naturaleza, tampoco allí resulta convincente.

¿Qué queda del Oficio de sociólogo? Una teoría del conocimiento sociológico basada en tres principios que no son útiles para hacer avanzar la teoría sociológica. Una vez que se reconoce el pluralismo teórico parece difícil establecer una escala para elegir entre las diversas teorías independientemente de las exigencias del contexto (Fabiani, 1994: 141). Pero sí lo son para no retornar a estados presociológicos y para evitar que la pereza metafísica, naturalista o empirista (esta última, ya sea en su versión estadística o literario-etnográfica) distorsionen la comprensión del mundo social, ya que en ese plano sí existe un avance. En ese sentido, el Oficio no sirve para dar grandes saltos adelantes sino para evitar enormes saltos hacia atrás.Olvidar que fue un enorme avance en la epistemología de las ciencias sociales significaría una pérdida de capital cultural.

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Bibliografía

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Fabiani, J.-L. (1994): «Epistémologie régionale ou épistémologie franciscaine ? La théorie de la connaissance sociologique face à la pluralité des modes de conceptualisation en sciences sociales», Revue européenne des sciences sociales, nº 99.

Moreno Pestaña, J. L. (2003): «¿Qué significa argumentar en sociología?: Jean-Claude Passeron y la argumentación sociológica»,Revista Española de Sociología, nº 3, 2003.

―(2010): “Una crítica epistemológica de Cadenas de rituales de interacción”, Revista Española de Sociología, nº 13.

―(2011): Una filosofía para las ciencias históricas: presentación a la obra de Jean-Claude Passeron”, J.-C. Passeron, El razonamiento sociológico. El espacio comparativo de las pruebas históricas, Madrid, Siglo XXI.

Moulin, R., P. Veyne (1996): «Entretien avec Jean-Claude Passeron. Un itinéraire de sociologue», Revue européenne des sciences sociales, Tomo XXXIV, nº 103.

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(1995): «Weber et Pareto: la rencontre du principe de rationalité dans les sciences sociales», in J.-C. Passeron, L.-A. Gerard-Varet, eds, Le modèle et l’enquête: les usages du principe de rationalité dans les sciences sociales, París, EHESS.

Weber, M. (2008): La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Barcelona, Península.

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NOTAS
  1. Bourdieu, P., Chamboredon, J.-, Passeron, J.-, & Hugo Azcurra, F. (s.f.). El oficio de sociólogo : presupuestos epistemológicos. Siglo XXI de España Editores, S.A. []