La vida después del COVID-19: certezas e incertidumbres

El Gabinete de Comunicación de la Universidad Complutense se ha dirigido a las 26 facultades que la integran par solicitarles que que, desde las ópticas de sus respectivas áreas de conocimiento, reflexionen sobre cómo afectará la pandemia a nuestra sociedad en un futuro inmediato.

A continuación reproducimos la interesante reflexión desde la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la UCM por Olga Salido Cortés, Subdirectora del Departamento de Sociología Aplicada, publicada en Tribuna Complutense.

La vida después del COVID-19: certezas e incertidumbres

Según los datos de la Organización Mundial de la Salud, desde que se conoció la primera infección en la lejana ciudad de Wuhan hasta el momento actual, el COVID-19 se ha llevado por delante más de 230.000 vidas y ha contagiado a 3,3 millones de personas en el mundo (datos actualizados a 3 de mayo de 2020). Es casi imposible recordar otro fenómeno de amplitud e intensidad semejantes a nivel global y con una capacidad tan destructiva hasta donde alcanza nuestra memoria. Aún a pesar de las dificultades para homogeneizar fuentes y datos de los distintos países –e, incluso, en nuestro país, de las distintas CCAA- el impacto del virus no ha sido igual en todos los países.La capacidad de reacción ante la pandemia ha sido mayor en unos países que en otros; mayor en los que lo vieron venir de lejos y tuvieron tiempo para tomar medidas de manera temprana, y menor en algunos que, a pesar de todas las evidencias y haciendo alarde de un patriotismo desenfocado, se empeñan en despreciar al virus, a la ciencia y a todos los ciudadanos lanzándoles al abismo. Pero, más allá de partidismos y veleidades políticas, tan particularmente poco útiles en estos momentos,hemos de reconocer que no todo depende de las decisiones tomadas por los gobernantes. La capacidad de reacción de los distintos países ha estado en gran medida condicionada por el estado de sus sistemas de salud y de prevención epidemiológica. Ningún sistema sanitario estaba preparado para una epidemia de esta virulencia y extensión, para un aumento tan brutal de la demanda de camas, personal y material sanitario, pero, sobre todo, de material específico para enfermos críticos con insuficiencia respiratoria. Parece evidente que, a partir de ahora, las prioridades políticas habrán de variar; tendremos que replantearnos no sólo la necesidad de cuidar (y financiar adecuadamente) nuestro sistema sanitario como pilar fundamental de nuestro modelo de bienestar social, sino como un elemento crucial para nuestra propia subsistencia.

No cabe duda que la crisis provocada por la pandemia del COVID-19, de múltiples impactos y aristas, supondrá un punto de inflexión en la historia de las democracias occidentales y es posible que en el equilibrio geopolítico a nivel global. El mundo, tal como lo conocemos, no volverá a ser el mismo. Algunas de las cosas que dábamos por ciertas y sobre las que hemos construido nuestro modelo de convivencia han dejado de serlo. La seguridad se ha transformado en inseguridad, la certeza en incertidumbre.Una cosa es clara, nuestras sociedades, nuestra vida cotidiana, el modo en que nos relacionamos, producimos y consumimos, no podrá seguir siendo el mismo. Puede que la vacuna, cuando llegue, nos ayude a controlar el ritmo de los contagios, o al menos, su incidencia masiva, pero hasta entonces tendremos que aprender a vivir de otra manera. Ello requerirá múltiples adaptaciones y, sobre todo, cambios profundos en el modo en que nos percibimos a nosotros mismos, como individuos y como sociedad.

Como en la fábula de Orwell, aunque en distinto sentido, el mundo animal parece haberse rebelado y, al hacerlo, nos muestra de forma especular nuestra propia naturaleza como seres vivos, la vulnerabilidad de nuestra existencia. Creíamos que nuestros avanzados sistemas sanitarios eran un escudo protector inviolable que nos protegía de las epidemias, alimentando nuestra autopercepción de que vivíamos en un mundo donde la seguridad física, en toda su extensión, estaba garantizada. Esta es la primera certidumbre que se ha derrumbado. Y para recuperarla no será suficiente con aumentar la inversión en personal sanitario, medios o instalaciones, o incluso con hacer acopio de material sanitario ante eventuales emergencias sanitarias en un futuro más o menos lejano. Será necesario cambiar el orden de prioridades,volver la mirada a la salud comunitaria y preventiva, recuperar las redes de atención primaria y volver a dotar a los hospitales de los recursos humanos y materiales necesarios para funcionar a pleno rendimiento. Incluso –y mejor aún- si no es necesario utilizarlos a plena capacidad. Pero habrá también que invertir en ciencia básica y hacerlo con determinación, en el convencimiento de que se trata de un esfuerzo inversor en un bien estratégico: nuestra salud.

Otra de las certidumbres que la pandemia puesto en cuestión es la idea de que podemos vivir de espaldas a la naturaleza y de que los desastres naturales (climatológicos, geológicos, epidemiológicos…) ocurren siempre allende nuestras fronteras No hay fronteras para una amenaza de esta envergadura que, sin embargo, estaba larvada y nos había enviado ya avisos previos (ébola, gripe aviar, SARS…). Vivimos en un mundo global, donde las fronteras importan cada vez menos y donde lo verdaderamente relevante son las diferencias de recursos entre unas y otras partes del mundo. Los huracanes, las inundaciones, los desastres naturales ocurren con mayor incidencia en determinados lugares del planeta por razones geográficas y ambientales, pero sobre todo, pueden tener unos efectos mucho más catastróficos dependiendo del nivel de desarrollo y la capacidad económica de los países. También del grado en que esos recursos se canalizan adecuadamente hacia el conjunto de la sociedad en lugar de hacia el beneficio de unos pocos. O tomamos decisiones globales para los problemas de dimensión global, o no habrá soluciones viables para nuestro planeta a medio plazo. En este sentido, las instituciones transnacionales tendrán que actualizarse y reorientarse hacia los principios de cooperación y solidaridad, más allá de intereses pecuniarios o geoestratégicos. Un reto del que la Unión Europea parece estar empezando a tomar conciencia y en cuya resolución adecuada se juega probablemente su propia supervivencia.

Aunque el principal foco de atención está lógicamente en estos momentos en frenar la expansión de la pandemia y paliar su impacto económico, parece claro que sus consecuencias se extenderán mucho más allá del ámbito epidemiológico y económico,cuyos efectos perdurarán en el tiempo. La incertidumbre sobre la dimensión y el alcance de la infección, junto con la inexistencia de vacunas o tratamientos específicos para luchar contra una enfermedad hasta ahora desconocida, han hecho de la distancia física social un instrumento crítico para controlar la expansión de la pandemia. El impacto sobre la población más vulnerable, tanto en términos de salud como por motivos socioeconómicos u otras circunstancias, es un efecto colateral que tendrá que ser evaluado. Niños, ancianos, mujeres que sufren violencia de género, personas con problemas de salud o con necesidades especiales, población en circunstancias de exclusión social…Para todos ellos la distancia física social puede convertirse en aislamiento, dando lugar a la agravación de los problemas existentes y a otros añadidos. No es cuestión de discutir la oportunidad actual de estas medidas en el contexto crítico de emergencia en el que nos encontramos, pero sí habrá que evaluar su alcance en el medio plazo, sobre todo cuando es posible que se extiendan, aun con cierta discontinuidad en el tiempo.

Por otra parte, el aumento del control social puede conducirnos hacia sociedades más seguras, pero menos libres. Un escenario quizá no tan inverosímil que deberíamos contemplar: sociedades más fragmentadas, donde el individualismo y nuevas formas de consumismo más segmentado, más elitista, se extiendan. Las diferencias ya existentes entre quienes pueden comprar su espacio social –más grande y espacioso, con mejores prestaciones y condiciones de bienestar- y seleccionar a los que entran en él, y quienes se ven obligados a convivir y moverse cotidianamente en un espacio reducido, donde la distancia física entre las personas se reduce obligatoriamente, pueden acrecentarse aún más. Falta por hacer un estudio sociológico de la incidencia del COVID-19 según el lugar de residencia y la condición social de los afectados que nos permita hacer una evaluación de la incidencia y el impacto de la enfermedad. Seguramente, sus resultados nos muestren una fotografía amarga de nuestra propia realidad previa a esta crisis. Más allá de las desigualdades en la distribución de la renta, las desigualdades socio-espaciales, cruzadas con otras variables, como el género o la edad, nos pueden dar un mapa preciso de dónde nos encontramos y cuáles son los riesgos que nos acechan. La única certeza, en estos momentos, es que nos enfrentamos a algo desconocido, cuyo impacto será, en gran medida, impredecible, generando nuevos riesgos y problemas sociales para cuyo abordaje la reflexión sociológica resultará ineludible.


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